19 de febrero de 2016

Cosas rotas

El pasado 13 de febrero se celebró en Madrid el VI Encuentro RA. Es el tercer año que tengo la suerte de asistir y todos han sido muy especiales para mí por unas u otras razones. En este caso, además, Merche Diolch me ofreció la posibilidad de participar en la antología conjunta que se regala a los asistentes. Estas cosas, además de hacer una ilusión enorme, son también un quebradero de cabeza porque tienes que escribir un relato de no más de ocho, diez páginas (al final fueron once) que tenga sentido, que cuente algo y que, a ser posible, haga que a quienes aún no te conocen les entre unas ganas locas de leer algo tuyo. Y claro, basta que quieras que se te ocurra una idea genial para que no surja (y tampoco tengo tantas ideas geniales, para qué nos vamos a engañar... XD) El caso es que primero quise hacer algo divertido. Y lo hice. Pero lo que ocurrió con ese relato merece una historia aparte que algún día os contaré. Luego pasó lo que me suele pasar, se me ocurrió una escena dramática, intensa y atormentada y... ganó de calle. ¿Os gustaría leerlo?  Se llama Cosas rotas
 

    El tintineo de los cubiertos al chocar era el único sonido que quebraba el ambiente. Baker y dos de los lacayos permanecían en un discreto segundo plano. Lady Isobel Abercrombie debería estar acostumbrada, pero el silencio tenso en el que se desarrollaba la cena, era aún más insoportable por el hecho de ser presenciado por testigos. No tendría que ser tan difícil conseguir un poco de intimidad en tu propia casa.

John, lord Abercrombie, dejó la copa sobre la mesa. Baker se apresuró a llenarla. Isobel se mordió el interior del labio. La perdiz estofada permanecía casi intacta. La copa había sido vaciada y vuelta a llenar repetidas veces.

Su esposo apartó el plato como si su mera presencia le molestase. El criado lo retiró, complaciendo los deseos de su señor. Llevaba años sirviéndole. Con frecuencia Isobel pensaba que aquel hombre conocía a su marido mucho mejor que ella.

Sirvieron el postre. John negó con un gesto. Llevaba toda la cena conteniéndose, pero ya no fue capaz de callar por más tiempo.

—Deberías probarlo, Anna lo ha preparado especialmente para ti. Es tu plato favorito.

John la miró desde el otro extremo de la mesa como si hubiese dicho algo horrible. Odiaba que lo hiciera, que la mirara de aquel modo, que la culpara de no entender que ya nada tenía sentido, que en su mundo no había lugar para cosas tan vanas como postres. O como una simple sonrisa.

—No tengo apetito. Y pese a lo que puedas pensar, aún soy perfectamente capaz de decidir lo que me gusta. No necesito que ni tú ni nadie me lo recuerde.

Isobel apretó los labios. La expresión de John era dura y hostil. Su rostro, tan noble, tan adorado, tan irresistible y seductor. Incluso cuando solo mostraba desprecio y frialdad, seguía siendo insoportablemente apuesto. La enamoró a primera vista, que sus familias hubiesen apalabrado el compromiso no tuvo nada que ver. Isobel deseó desde aquel mismo instante agradar a John tanto como él le había fascinado a ella. Su elegancia innata, la energía y la fuerza que ponía en cuanto hacía, su entusiasmo, la pasión con la que amaba la vida. En sus primeros meses de matrimonio, Isobel había visto reflejada en sus ojos esa pasión. Se había sentido amada y feliz por corresponder a su amor.

Pero ya no quedaba nada de aquello. Excepto en cuanto al amor que ella sentía. Isobel miraba a John y su corazón se desgarraba. Su expresión atormentada y sufriente le hacía aún más atractivo a sus ojos. Habría querido hacérselo entender, pero un muro invisible se levantaba entre ambos y no encontraba el modo de atravesarlo.

Respondió a su comentario con igual frialdad.

—No creo que te suponga tanto esfuerzo. Anna se disgustará cuando sepa que no lo has probado. Podrías tener esa deferencia con ella.

No quería rendirse. No había renunciado a tratar de arreglar las cosas. Cada noche intentaba mostrarse bella y deseable a sus ojos. El vestido, demasiado escotado para una simple cena en casa, las joyas, el peinado. Isobel lo había cuidado todo. Al salir de su dormitorio se había mirado en el espejo y se había encontrado hermosa y a la vez sucia. Como si realzar su belleza fuese un truco demasiado barato. Barato e inútil.

—Así que debería probar el pastel para complacer a la cocinera, ¿es eso lo que sugieres?

El tono fue alto, descortés y brusco. Baker y los demás permanecían imperturbables, pero a Isobel la habían educado para evitar a toda costa escenas semejantes. John contaba con ello. Era su forma de alejarla, de rechazar todos sus intentos de acercamiento, ya fuese a través del cariño o la confrontación. Al final siempre ganaba él, siempre conseguía su objetivo: dejarla fuera.

—El John que conocía no habría menospreciado el esfuerzo de otro ser humano.

John mantuvo su mirada fija en ella. A Isobel le dolió.

—Creía que estaba bastante claro. Jamás volveré a ser el John que conociste.

Se levantó de la silla con brusquedad. Baker corrió hacia él.

—Permítame, señor.

Le tendió las muletas. John evitó caer por poco. Le ocurría a menudo. A veces nada impedía que se golpease contra el suelo y rechazase con furia cualquier intento de auxiliarle. Se incorporaba penosamente sobre su única pierna, y cuando recuperaba el equilibrio se alejaba tan rápido como le permitían las muletas.

Todos apartaban la vista fingiendo no ver. No ver su dolor, su frustración, el espacio que dejaba en el aire su extremidad inexistente. El recuerdo indeleble de un accidente estúpido. Estaban probando una de las nuevas máquinas para segar el heno. John estaba muy orgulloso de ella. Los hombres la miraban con recelo, pero John tenía muchos proyectos. Se los había explicado a Isobel. No iba a deshacerse de los trabajadores.

Ahora la máquina estaba guardada bajo techo y nadie se atrevía a utilizarla. El niño de los Williams se había metido bajo las bielas. John no había dudado en lanzarse en su ayuda. El conductor también trató de detener el mecanismo. El niño se salvó. La pierna de John tuvo que ser amputada.

Fueron días agónicos. Pensaban que no sobreviviría. Primero la pérdida de sangre, después la gangrena. Isobel tuvo que tomar la decisión. John deliraba. Cuando recuperaba la consciencia se negaba a consentir la operación. El doctor fue claro con ella. Eso o morir.

Isobel pensaba que John la culpaba por haber escogido que viviese.

—Que descanses, querida.

Dolía tanto su rencor, su frialdad, el golpeteo seco de las muletas alejándose.

La doncella esperaba en el dormitorio. Le ayudó a desprenderse del vestido y el corsé, a deshacer el complicado peinado, a soltar el broche del aderezo de brillantes. Tres meses antes no la necesitaba. El propio John la desvestía.

Eran muy felices.

Venía a su cuarto todas las noches, a pesar de los dormitorios separados. Ella temblaba como la primera vez. Resultaba duro tener que conformarse con añorar sus caricias, su tacto. No poder acurrucarse contra su pecho, ni sonrojarse por el placer que le producían sus besos, besos que no se limitaban a la boca sino que se aventuraban por rincones indecorosos e insospechados. En ocasiones cruzaba por su cabeza la idea de que debería avergonzarse, pero cuando estaba con John no sentía vergüenza. Cuando estaban juntos se sentía valiente, aventurera, osada.

Incluso a pesar de que él llevara la iniciativa. No podía ser de otra manera. Ella lo ignoraba todo y él parecía dominar la materia. Una noche se armó de valor, los celos también ayudaron. Se interesó por las otras, por las mujeres anteriores. Le preguntó si las había querido del mismo modo. Él esquivó la cuestión con elegancia, le dijo que ninguna había sido como ella, que no habría ninguna más después de ella. Isobel le creyó.

Parecía que nada podría empañar su felicidad. Pero apenas unos meses después se encontraban en habitaciones separadas y con una barrera difícil de sortear.

La doncella se retiró. Desde la cama, Isobel vio la rendija por la que se filtraba la luz. Permanecía encendida durante horas. También a ella le costaba conciliar el sueño.

No lo soportó más. No resistía aquella tensión constante. Quería recuperarle, que regresase el John que amaba, el hombre bueno y generoso, el marido, el amigo, el amante. John había perdido su pierna y ella todo lo demás. Lo había intentado con paciencia, con dulzura, con los vestidos de seda y los escotes de escándalo. John había permanecido inmune. Solo le quedaba un último recurso. Su orgullo y su pudor se resistían a emplear aquella arma, pero venció su deseo de reconquistarle.

Se detuvo frente al espejo. El cabello rubio resplandecía dorado. A la luz de las velas su piel parecía poseer la cualidad y el brillo satinado del alabastro. El camisón se pegaba a sus piernas y la amplia abertura superior hacía que la batista se escurriese por los hombros mostrando el inicio de sus senos.

Si aquello no conmovía a John, ya no sabría qué más hacer para atraerlo a ella.

Respiró hondo y abrió la puerta que comunicaba los dormitorios.

—¿Aún estás despierto?

Él se sorprendió y la miró con recelo. No era el modo en el que Isobel esperaba ser recibida.

—¿Qué quieres?

Ella tragó saliva. ¿Necesitaba explicarlo?

—No podía dormir. Vi luz en tu cuarto. La veo todas las noches. Solo quería estar contigo.

Avanzó junto a su cama. Los pies helados por el contacto con el suelo. No se había puesto las chinelas. Solo llevaba el camisón y, si John lo deseaba, se lo quitaría.

—Te echaba de menos. Te echo de menos.

Estaba recostado contra el cabecero. Los libros de cuentas en las manos. Lo hacía a todas horas. Se encerraba en aquellos malditos libros como si la administración de la finca requiriese de su constante atención.

Pero ahora miraba a Isobel. Ella se atrevió a dar el primer paso. Acercó sus labios a los de él y los besó.

Fue dulce y suave, como lo era la propia Isobel. Fue una niña dócil y aplicada, una joven alegre y obediente, dispuesta a complacer a sus padres y deseosa de hacer feliz a su marido, ya antes de amar sinceramente y de todo corazón a John.

Él respondió apenas a su beso. A Isobel le remordía su reticencia, pese a todo se atrevió a acariciar sus brazos. John era fuerte, atlético, bien proporcionado. Ella admiraba su cuerpo y se sentía afortunada porque le perteneciera.

Hay que tener cuidado con aquello de lo que nos envanecemos. Era una de las frases favoritas de su abuela. Isobel la había recordado a menudo en los últimos tiempos.

Los músculos de John se tensionaban bajo sus dedos. Tan rígido como si fuese a quebrarse. Se dejaba tocar, pero no se movía ni una pulgada. Isobel se dijo que al menos no la había apartado y se decidió a ir más lejos. Acarició su pecho, su estómago y, con lentitud, lamió los labios de John.

Su jadeo sonó bajo pero nítido. Fue el empujón que necesitaba. Las yemas de sus dedos bajaron hasta tropezar con una parte de su cuerpo cuya rigidez, a diferencia de las otras, no pudo hacerle más feliz. Un orgullo íntimo y femenino la embargó. Isobel no se creía capaz de albergar aquellos sentimientos. No era algo que se les enseñase a las jovencitas bien educadas.

Eso mismo debió de pensar John.

Apenas tuvo tiempo de recrearse en aquella recién descubierta faceta. John reaccionó como si hubiese sufrido un calambre y su mano aprisionó la de Isobel, apartándola.

Los dos se miraron y fue como si no se conociesen. El temor a haberse equivocado regresó de golpe y las palabras de John fueron mucho peor que una bofetada.

—Si necesitase una prostituta, la habría buscado.

Isobel palideció. Si hubo un amago de arrepentimiento en el rostro de John ya no quiso verlo. Se soltó y salió corriendo. Jamás pensó que pudiera humillarla de ese modo. No quería a ese John. Había hecho todo lo posible por recuperar su cariño, pero no podía amar a alguien que la odiaba y despreciaba.

Salió de la habitación ignorando el ruido de las muletas cayendo y su voz tras ella.

—¡Isobel! ¡Espera! ¡Isobel!

Cerró la puerta, pero él empujó y el pestillo cedió.

—¡Vete! —gritó ignorando su gesto doliente y el esfuerzo que le costaba avanzar tras ella—. ¡Aléjate de mí! ¡No quiero seguir en esta casa! ¡Volveré con mis padres!

Entonces John cayó a sus pies. Abrazado a sus caderas para mantener su precario equilibrio, su cabeza contra su vientre.

—Lo siento, lo siento. No quise decir eso. No quiero perderte. Perdóname, perdóname, por favor.

Sentía su desesperación, pero aquel insulto dolía demasiado. No podría soportarlo. No quería un amor que dañase a ambos. Él aún se abrazaba a ella, pero debió sentir su frialdad. Se soltó y trató de recuperar la calma y las muletas. Cuando lo logró, buscó su rostro.

—Mírame, Isobel, mira en lo que me he convertido. Nunca más volveré a ser el hombre que fui. Olvida lo que acabo de decir. Lo comprenderé si decides marcharte. No soportaría que permanecieses a mi lado por lástima. No puedo condenarte a eso.

Aunque un minuto antes lo habría creído imposible, el corazón de Isobel volvió a romperse de amor por su esposo. Aquel sí era el hombre que conocía y amaba.

—Te quiero, John, más que a nada. Te quiero como eres y deseo estar junto a ti. Déjame demostrártelo.

Vio la duda en sus ojos, pero ella volvió a sentirse segura. Segura de lo que deseaba y de su poder para conseguirlo.

—Ven. Dame eso.

Le arrebató las muletas y las dejó a un lado de la cama. Se sentó junto a él, le quitó la camisa. El pantalón aún cubría lo poco que quedaba de su pierna derecha.

—Deja que lo haga, por favor. Puedo soportarlo. Lo soportaré.

Sus miradas se dirigieron hacia aquel pedazo de carne maltrecha. Era duro. Más aún para John.

Isobel no quería verlo así.

Se sentó sobre sus caderas, impidiéndole la visión de la extremidad dañada. Todo cuanto John podía ver era a Isobel.

—Dime, John, ¿aún me amas?

Su rostro se contrajo.

—Nunca he dejado de amarte.

El de Isobel se iluminó. Se deshizo del camisón y lo arrojó a un lado. Se quedó completamente desnuda para él.

—¿Aún me deseas?

—Isobel…

Las palabras se secaron en su garganta. Pero la respuesta de su cuerpo fue suficiente confirmación.

—Intentémoslo de nuevo.

Isobel cogió una de sus manos y la guio a través de sus senos y a lo largo de su vientre. El rigor entre los muslos se hizo más pronunciado. El cuerpo de John volvió a tensionarse. Ella también sintió en su propia piel cuánto le había echado de menos.

Olvidó la inseguridad y la vergüenza y decidió confiar en el instinto. Nunca lo habían hecho así. Siempre era él arriba, Isobel debajo. Si las recordaba, las palabras de antes volvían a quemarla, y si la rechazase otra vez… Pero cuando le tuvo dentro, las manos de John no la apartaron sino que se aferraron a sus caderas.

Y cuando él se derramó en su interior… El placer que sintió Isobel fue el mayor que había conocido hasta entonces y el temblor que la sacudía así lo demostraba. Se abrazó a John, trémula, él la estrechó contra sí con toda la fuerza de sus brazos.

—Isobel, Isobel. No me dejes nunca —suplicó apasionado—. No sé qué sería de mí. Trataré de hacerte feliz. Lo prometo. Haré lo que sea con tal de verte feliz.

—Me basta con lo que eres —dijo aún emocionada—. Solo necesito tenerte a mi lado. No vuelvas a alejarme.

—No me alejaré. No podría. No iría muy lejos —dijo él con una pequeña sonrisa. Isobel volvió a reconocer al John más querido. Rio y su risa iluminó la habitación—. ¿Puedo dormir aquí esta noche?

—Por favor. Esta noche y todas las demás.

Ella se acurrucó contra su pecho. Él rodeó su cintura. Cuando ya estaba casi dormida oyó cómo él le susurraba.

—Lo haré mejor, Isobel. Lucharé con todas mis fuerzas por ser el hombre que mereces.

Isobel sonrió en medio de su sueño. No todas las cosas rotas podían repararse, pero a diferencia de lo sentido aquellos meses, tuvo la seguridad de que su amor no se rompería.

Se volvería aún más fuerte.

8 comentarios:

  1. Precioso relato, Marisa, y da ganas de mucho más :D Tienes un talento innato y encima luego te lo curras mucho, con lo cual queda perfecto, ¡vas a triunfar, amore!
    ¡Un abrazo muy fuerte!

    ResponderEliminar
  2. ¡Qué pocas palabras te hacen falta para emocionar! Me encanta, ya lo sabes, conoces las razones. Ese leer y no leer entre líneas. El manejo de la contención y la emoción en ese equilibrio que los hace tan reales.
    Y cuando termino cada cosa que escribes, siempre me queda esa sensación de querer más.
    Besos.

    ResponderEliminar
  3. Me lo estoy imprimiendo para leerlo en papel! Entre el trancazo que llevo y que anoche he estado con fiebre, no soy persona que pueda leer en pc! Estoy plof entera, pero me muero por leerte!!
    Un besazo enorme, mi Marisa!!!

    ResponderEliminar
  4. Precioso, Marisa! Como todo lo que haces.
    Un abrazo y gracias por compartirlo.

    ResponderEliminar
  5. Vaya! Que bonito y emocionante, sin duda deja ganas de más!! Eres una crack Marisa!!
    Un beso y gracias por regalarnos este relato.

    ResponderEliminar
  6. Sois de lo bueno lo mejor, gracias por leerlo, por comentar, por seguirme la corriente... XD y sobre todo por sacarme una sonrisa :))) Un beso grande, grande!!!

    ResponderEliminar
  7. Gracias Marisa por el regalo del relato que ne ha parecido precioso, como todo lo que escribes! Un beso preciosa

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti, Cheti!!! Siempre es un lujo que leáis, que os guste ya es... *_* Mil besos también para ti!!!

      Eliminar

Si envías un comentario estás aceptando la Política de Uso y Protección de Datos:
http://marisa-sicilia.blogspot.com.es/p/aviso-legal.html