Un encuentro
Viena, 1952
—Su café, señora.
El camarero depositó el servicio sobre la mesita con el mayor de los esmeros. El periódico, el vaso de agua, el azucarero, la cucharilla, la inmaculada y perfectamente doblada servilleta blanca de hilo y la taza, por supuesto, humeante y coronada por una pequeña montaña de blanca nata espolvoreada con chocolate. Cuando terminó, le preguntó si todo estaba a su gusto. Era un hombre mayor pero muy correcto, y vestía igual que si después de atenderla se dispusiese a asistir a una cena de gala en el Hofburg. Lilian asintió y le dirigió una sonrisa agradecida. No importaba cuánto tiempo hubiese transcurrido ni que el mundo hubiese cambiado tanto, en Viena algunas cosas permanecían inmutables. Era muy agradable tener constancia de ello.
El camarero depositó el servicio sobre la mesita con el mayor de los esmeros. El periódico, el vaso de agua, el azucarero, la cucharilla, la inmaculada y perfectamente doblada servilleta blanca de hilo y la taza, por supuesto, humeante y coronada por una pequeña montaña de blanca nata espolvoreada con chocolate. Cuando terminó, le preguntó si todo estaba a su gusto. Era un hombre mayor pero muy correcto, y vestía igual que si después de atenderla se dispusiese a asistir a una cena de gala en el Hofburg. Lilian asintió y le dirigió una sonrisa agradecida. No importaba cuánto tiempo hubiese transcurrido ni que el mundo hubiese cambiado tanto, en Viena algunas cosas permanecían inmutables. Era muy agradable tener constancia de ello.
Hacía tres meses que
había regresado de Estados Unidos. Se suponía que iba a ser un viaje corto. Lo
justo para arreglar la venta de algunas propiedades que su querida pero
olvidada tía Astrid le había dejado en herencia. El bufete de abogados que se
encargaba de las gestiones lo había resuelto todo en pocas semanas con
eficiencia prusiana. Lilian tenía el dinero en la cuenta corriente y ya no
había ninguna razón que la retuviese en Viena. También era cierto que no había
nada que la esperase de vuelta en Estados Unidos. Y allí no servían así el café…
No, claro que no. En Queens una camarera agotada y malhumorada te arrojaba a la
taza un líquido oscuro que respondía al mismo nombre, pero que bien podía
haber sido el agua sobrante de lavar los platos y, cuando lo acababas, todavía
tenía el valor de preguntar si querías más. Lilian nunca quería más, gracias,
con una única vez tenía más que suficiente.
Cogió un poco de nata
con la punta de la cucharilla y la probó casi con remordimiento. Aquello la
hizo sentirse más joven, como si aún fuese una niña pequeña golosa y traviesa.
Lo absurdo de la idea volvió a hacerla sonreír. Mientras removía con cuidado
el café, se cerró un poco más el abrigo y dejó que la vista se le perdiese
entre la masa arbolada y los muchos viandantes que aprovechaban la fría tarde
de primeros de octubre para disfrutar del aire libre y los últimos rayos de
sol en el Prater. La sonrisa se le acentuó estirando la comisura de sus labios.
Viena producía ese efecto en ella. Tal vez muchos la considerasen solo otra
fría, rígida y aburrida ciudad centroeuropea, pero Lilian sabía que poseía
mayor fuerza y espíritu que muchos otros lugares. Solo había que fijarse con
atención.
El viento comenzaba a
ser cortante, pero el sol aún brillaba con ganas. Las madres paseaban en
grandes carritos a sus bebés y charlaban animadas entre ellas, los niños
corrían jugando a la pelota o al aro, y las parejas jóvenes se cogían de la
mano y reían por nada, igual que antes, igual que siempre. Al fondo, frente a
sus ojos, dominando el paisaje, la gran y vieja noria, símbolo de la ciudad,
seguía dando vueltas y vueltas, girando incansable. Tenía ya más de cincuenta
años sobre su estructura de hierro y cables y nada la detenía. Había
sobrevivido a dos guerras y, desde su enorme altura, parecía proclamar que
podría sobrevivir a otras dos más. Lilian deseaba con toda su alma que no
fuera necesario.
Acababa de llevarse
el café a los labios cuando alguien a su derecha llamó su atención. La
interrogación dividida entre la incredulidad y la sorpresa.
—¿Lili?
El corazón se le
paró. No importaba cuántos años hubiesen transcurrido, ni que el tiempo
hubiese modificado sutil pero inequívocamente el tono y la cadencia de su voz.
Lilian habría reconocido ese acento entre un millón.
—Andreas —musitó volviéndose hacia él.
Tanto tiempo, tantos años… Su ya paralizado corazón se estrujó conmocionado. Catorce, catorce años. Demasiados para que los efectos de su implacable paso no fuesen más que evidentes ante sus ojos. Las arrugas, el rictus de la frente y el ceño, los hombros más cargados, la apariencia menos firme… Y sin embargo, sin embargo, los mismos ojos azules y transparentes. Lilian reconoció de inmediato esa mirada, y el choque por tratar de encajar al Andreas real que tenía enfrente con la imagen que de él guardaba en su memoria se transformó rápidamente en inquietud. ¿Cómo la vería él? Los años debían haber sido igual de inclementes con ella. Cuando se encontraron por última vez, acababa de cumplir treinta y cinco, y ahora ya pasaba de los cuarenta y nueve. Lo tenía asumido y no le molestaba: ver las pequeñas arrugas dibujadas alrededor de sus ojos y sus labios, ni peinar el mechón gris que desentonaba entre el resto de sus cabellos que aún conservaban su tono original, un suave castaño avellana. Pero ¿y Andreas? ¿Qué estaría pensando mientras la observaba con su inefable mirada azul? A pesar de sus casi cincuenta años a cuestas, Lilian volvió a sentirse como la niña insegura y ansiosa que fue una vez. Una niña a la que la mirada de Andreas siempre trastornaba.
Nerviosa se tocó el ala de su sombrero, asegurándose de que se hallaba en su sitio, y consiguió esbozar una sonrisa.
—Andreas —musitó volviéndose hacia él.
Tanto tiempo, tantos años… Su ya paralizado corazón se estrujó conmocionado. Catorce, catorce años. Demasiados para que los efectos de su implacable paso no fuesen más que evidentes ante sus ojos. Las arrugas, el rictus de la frente y el ceño, los hombros más cargados, la apariencia menos firme… Y sin embargo, sin embargo, los mismos ojos azules y transparentes. Lilian reconoció de inmediato esa mirada, y el choque por tratar de encajar al Andreas real que tenía enfrente con la imagen que de él guardaba en su memoria se transformó rápidamente en inquietud. ¿Cómo la vería él? Los años debían haber sido igual de inclementes con ella. Cuando se encontraron por última vez, acababa de cumplir treinta y cinco, y ahora ya pasaba de los cuarenta y nueve. Lo tenía asumido y no le molestaba: ver las pequeñas arrugas dibujadas alrededor de sus ojos y sus labios, ni peinar el mechón gris que desentonaba entre el resto de sus cabellos que aún conservaban su tono original, un suave castaño avellana. Pero ¿y Andreas? ¿Qué estaría pensando mientras la observaba con su inefable mirada azul? A pesar de sus casi cincuenta años a cuestas, Lilian volvió a sentirse como la niña insegura y ansiosa que fue una vez. Una niña a la que la mirada de Andreas siempre trastornaba.
Nerviosa se tocó el ala de su sombrero, asegurándose de que se hallaba en su sitio, y consiguió esbozar una sonrisa.
—Andreas, pensé… No
creí… Me alegro de verte.
Él también sonrió.
Los años y las arrugas desaparecieron de la mente de Lilian. Nada podría nunca
igualar esa sonrisa.
—Yo tampoco podía
creerlo. Tú, aquí, sentada en una terraza del Prater. ¿Cuándo has regresado?
Lilian se aclaró la
voz. Temía que le fallase, pero para su sorpresa sonó bastante clara y natural.
—En julio. Una
hermana de mi madre murió y me nombró en su testamento. Los abogados tardaron
dos años en localizarme y darme la noticia. Eran solo unos cuantos chelines,
pero ya que se tomaron tanto trabajo me sabía mal desilusionarles —remató con
educado y mundano desinterés.
Su madre la había criado
en la antigua tradición que sostenía que no había que dar demasiada
importancia al dinero; de cara a la galería, por supuesto, otra cosa era de
puertas hacia dentro. Pero sabía que Andreas comprendía. También él había sido
criado del mismo modo, y los dos habían tenido ocasión de comprobar lo
terriblemente duro que era vivir en la más absoluta de las miserias. Lilian
tragó saliva para relegar esos recuerdos que hacían que fuese mucho más
difícil conservar la sonrisa. La de Andreas, en cambio, no palideció.
Un poco más
recuperada de su primera impresión, se permitió examinarle en detalle. Su
traje sencillo y clásico, su sombrero, los guantes de piel, el abrigo negro,
usado pero elegante y bien cortado. El alivio se mezcló con un cierto pinchazo
en el pecho. Andreas había resistido al desastre. Era bueno saberlo, pero
también se sentía algo estúpida: todos aquellos años sufriendo por nada.
—¿Puedo sentarme?
—preguntó él cogiendo una de las sillas y haciendo un ademán inequívoco.
Lilian asintió con rapidez.
Por nada del mundo habría querido que desapareciera así, sin más, de nuevo,
¿quién sabe por cuánto tiempo? Quizá para siempre. El solo pensamiento fue como
un soplo frío sobre su corazón que, tras su anterior momentánea parálisis,
ahora corría sin control. Tampoco quiso pensar en eso. Lo importante en ese
momento era que estaba allí, frente a ella. Lilian miró sus ojos claros, su
dulce sonrisa, su inalterable pose de chico… ¿de chico? Sí, de chico travieso,
Andreas podía haber pasado los cincuenta y dos, pero aún conservaba aquel aire.
El aire y la apostura que la conquistaron cuando no había cumplido ni los ocho.
Por pequeña que fuese, Lilian siempre se recordaba enamorada de Andreas.
—Por favor, siéntate.
Me alegra mucho que nos hayamos vuelto a encontrar —afirmó con total
sinceridad.
—Yo también me
alegro. Es bueno volver a verte —susurró mientras se sentaba extendiendo las
piernas y cruzándolas entre sí a la altura de los tobillos en un gesto
personal y muy familiar que golpeó de nuevo implacable la memoria de Lilian—.
Ha sido como ver una aparición. Estás verdaderamente preciosa, Lili.
A su edad, que muchos
considerarían más que madura, Lilian se ruborizó y se sintió estúpida. Preciosa…
No era abuela, pero estaba en edad de serlo, y había engordado al menos… bien,
no venía al caso precisar cuánto había engordado. Aún se conservaba bien y se
cuidaba y se arreglaba, pero hacía mucho que no tenía dieciséis años, y con
todo y con eso los cumplidos falsos de Andreas seguían haciéndola enrojecer.
Un poco enfadada,
quizá solo por su pueril reacción, le replicó con cierta brusquedad.
—No digas tonterías,
Andreas. Y tampoco me llames Lili, soy demasiado mayor ya para eso.
—Para mí siempre
serás Lili. Lo siento. No creo que pueda llamarte de otro modo —dijo igual de
serio que ella, ¿herido por su respuesta? Andreas había sido siempre demasiado
sensible para algunas cosas. Su enfado se aflojó y, en su lugar, Lilian se
sintió cansada. ¿Después de tanto tiempo y tantas cosas iban a discutir por
eso?
—Está bien —dijo
apaciguadora—. Solo porque eres tú.
Andreas sonrió ante
aquel pequeño triunfo. Lilian también se sintió complacida. A veces era tan
fácil hacerle feliz… En eso tampoco había cambiado.
—Y no pienso quedarme
con las ganas de decir que estás preciosa. ¿Por qué habría de callármelo?
No pudo evitar
sentirse un poco triste. Habría querido creerle.
—Ha pasado mucho
tiempo. Ya no somos jóvenes —musitó como si fuese un secreto que ambos
estuviesen tratando de ocultar.
Él hizo una mueca.
—Ha pasado el tiempo,
pero ¿qué tiene eso que ver? Puede que yo sea una ruina, hace ya mucho que me
eché a perder —sonrió con un retazo de la vieja ironía—, pero tú has salido
ganando —dijo mirándola francamente a los ojos.
Ella tuvo que
sonreír. Nunca iba a cambiar.
—Andreas…
—¿Crees que miento?
¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para apoderarme de la herencia de tu tía? ¿Cuánto
dices que has heredado? —dijo mientras le hacía una seña al camarero para
llamar su atención.
—Una miseria —dijo
ella riendo un poco y tras una pausa añadió en un susurro—: Quizá solo lo
estés haciendo por los viejos tiempos.
Él olvidó al camarero
y volvió a mirarla.
—Sería una buena
razón, pero no es por eso. Te he visto aquí, sentada, sola, en medio de una
terraza del Prater, y he pensado, no puede ser ella, no puede ser Lili. —El
silencio se estableció entre los dos como un muro sólido y casi visible,
tuvieron que pasar unos segundos para que lo rompiese—. Hasta que me he dicho,
claro que es ella, estúpido, ve y dile lo preciosa que está.
Volvió a hacerla
reír. El corazón iba recuperando poco a poco su ritmo normal, pero aún se
sentía como si estuviese en un carrusel. Su estado de ánimo subía y bajaba por
momentos. ¿Había olvidado cómo era estar con Andreas? No, nunca, nunca pudo
olvidarlo.
El camarero se acercó
y Andreas también pidió café. Solo, sin azúcar y ardiendo. Lilian habría podido
pedirlo por él. Durante un tiempo ella también lo tomó así. Durante un tiempo
hacía todo lo que hacía Andreas. Seguía sus pasos. Besaba el suelo que él
pisaba. Durante un tiempo.
—Y qué hay de… ¿cómo
se llamaba?
Lilian levantó la
vista de su taza y lo miró. Su rostro no traslucía lo que pensaba y, salvo las
marcas que había dejado el tiempo, nada en él era distinto. ¿De verdad no lo
recordaba o solo fingía no hacerlo? ¿Importaba?
—Mark. Mark Slattery.
—¡Eso es! —exclamó él
como si acabase de recordarlo—. Mark Slattery… Ibais a casaros, ¿no? ¿Ha venido
contigo?
Lilian dudó, pero
¿por qué callar? No tenía sentido ocultarlo.
—Mark murió.
¿Fue pesar lo que
atravesó su rostro? Quiso pensar que sí.
—Lo siento de veras.
¿Cuándo fue?
—No quiero hablar de
eso —dijo apurando el café. Se había quedado frío. No había nada peor que el
café frío. Era un decir, había muchas, muchas cosas mucho peores que tomarse
un café frío, pero por fortuna para Lilian, la mayoría de ellas hacía tiempo
que habían quedado atrás.
—Pero aún tienes a
Eliza…
—Sí, tengo a Eliza
—repuso recuperando la sonrisa.
—¿Cómo le va?
—Bien, muy bien. Se
casó hace tres años y vive en Houston con su marido. Es cirujano. —Lilian se
detuvo y evitó pronunciar las palabras con las que la frase terminó en su
cabeza: Eliza ya no me necesita.
Su hija se había
adaptado con rapidez a la vida en los Estados Unidos. Cuando se enamoró, no
dudó en dejar Nueva York, aunque aún no había terminado sus estudios de enfermería.
Lilian sabía que no tenía derecho a juzgar sus decisiones. Además, Eliza había
aprendido desde muy pequeña a valerse sola, no tenía sentido quejarse si ahora
era ella quien la echaba de menos.
—Bien por Eliza
—afirmó Andreas apurando su café.
Volvió a hacerse un
silencio. Lilian contempló las tazas vacías. Qué rápido se acababa todo.
—Hace frío aquí
sentados. ¿Te apetece dar un paseo?
¿Un paseo con Andreas
por el Prater a las puertas del otoño? Le apetecía, claro que le apetecía. Se
levantó con rapidez y se ajustó el abrigo. También se estaba quedando fría.
Solo en Viena se le habría ocurrido sentarse en una terraza al aire libre en
aquella estación.
—¿Vamos?
Él le ofreció su
brazo, ceremonioso, con un gesto antiguo y pasado de moda. Lilian se quedó
parada y sorprendida, pero acabó riendo.
—¿De qué te ríes?
—protestó haciéndose el ofendido.
—De nada. Es solo
algo que he recordado.
—Un buen recuerdo,
espero.
—Nunca lo adivinarías
—dijo a la vez que le cogía del brazo y salían al paseo.
—Entonces dímelo.
—Te reirás de mí.
—Aún mejor.
Era tonto, pero la
asociación había sido instantánea. Su sonrisa, su gesto de ofrecimiento, mitad
galante, mitad sardónico.
—La noche de mi
puesta de largo. En la Ópera.
Él tardó un rato en
responder, lo que le llevó identificar el instante preciso.
—¡La noche de tu
puesta de largo! ¿Cómo se te ha ocurrido pensar en eso?
—Me ofreciste el
brazo exactamente del mismo modo cuando me sacaste a bailar.
—Tu puesta de largo
—dijo volviéndose a mirarla con cariño—. Parecías una tarta de merengue, Lili.
—Gracias por el cumplido.
—De veras me gustas
mucho más ahora.
—Tú no me gustas
nada. Nunca me gustaste.
Él detuvo su marcha
para pararse a contemplarla. Su mirada intensa, profunda, única. La mirada de
Andreas.
—Tanto tiempo y aún
no has aprendido a mentir.
—Idiota —dijo
empujándole ligeramente. En algo se tenían que notar los años, antiguamente le
hubiera golpeado con fuerza, con mucha fuerza.
—Ahora recuerdo aquel
baile. Fue justo al final de la noche.
—Sí, fue el último
baile.
—¿Y qué más
recuerdas? —dijo reanudando la marcha y estrechando su brazo cálidamente contra
el suyo.
—Todo, Andreas. Lo
recuerdo todo.
Él calló y
continuaron cogidos del brazo, caminando por el paseo. Cada uno sumergido en
sus propios recuerdos que, al fin y al cabo, eran los de los dos.
¡Precioso!
ResponderEliminarTe quiero!! Un beso, Meg!!! <3 <3 <3
EliminarHola!!
ResponderEliminarEn esa noria se ha montado mi corazón leyendo esta historia....
Sin duda, en mi opinión, tu mejor novela, me resisto a leer La dama del paso...
Solo me ha faltado un epílogo, unas cuantas páginas para dejar descansar mi corazón y leer relajada con una sonrisa
Un besote, gracias y felicidades!!!!
Muchos besos y todo mi agradecimiento para ti. No renuncio a que algún día pruebes con La Dama, de veras creo que podría gustarte, pese al recelo por lo medieval y seguro que no lo pasarías peor que con Lilian y Andreas... XD Algún día ;) Y no sé si mejor, pero sin duda también para mí es la más emocionante. Le daré vueltas a lo de ese epílogo, pero mientras te garantizo que son muy felices. Hasta el final <3 Un abrazo grande, Pepa.
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