22 de febrero de 2017

Y así empieza El último baile




Un encuentro
Viena, 1952

—Su café, señora.
El camarero depositó el servicio sobre la mesita con el mayor de los esmeros. El periódico, el vaso de agua, el azu­carero, la cucharilla, la inmaculada y perfectamente doblada servilleta blanca de hilo y la taza, por supuesto, humeante y coronada por una pequeña montaña de blanca nata espolvo­reada con chocolate. Cuando terminó, le preguntó si todo estaba a su gusto. Era un hombre mayor pero muy correcto, y vestía igual que si después de atenderla se dispusiese a asistir a una cena de gala en el Hofburg. Lilian asintió y le dirigió una sonrisa agradecida. No importaba cuánto tiempo hubie­se transcurrido ni que el mundo hubiese cambiado tanto, en Viena algunas cosas permanecían inmutables. Era muy agra­dable tener constancia de ello.
Hacía tres meses que había regresado de Estados Unidos. Se suponía que iba a ser un viaje corto. Lo justo para arreglar la venta de algunas propiedades que su querida pero olvidada tía Astrid le había dejado en herencia. El bufete de abogados que se encargaba de las gestiones lo había resuelto todo en pocas semanas con eficiencia prusiana. Lilian tenía el dinero en la cuenta corriente y ya no había ninguna razón que la retuviese en Viena. También era cierto que no había nada que la esperase de vuelta en Estados Unidos. Y allí no servían así el café… No, claro que no. En Queens una camarera agotada y malhumorada te arrojaba a la taza un líquido oscuro que res­pondía al mismo nombre, pero que bien podía haber sido el agua sobrante de lavar los platos y, cuando lo acababas, todavía tenía el valor de preguntar si querías más. Lilian nunca quería más, gracias, con una única vez tenía más que suficiente.
Cogió un poco de nata con la punta de la cucharilla y la probó casi con remordimiento. Aquello la hizo sentirse más joven, como si aún fuese una niña pequeña golosa y traviesa. Lo absurdo de la idea volvió a hacerla sonreír. Mientras re­movía con cuidado el café, se cerró un poco más el abrigo y dejó que la vista se le perdiese entre la masa arbolada y los muchos viandantes que aprovechaban la fría tarde de pri­meros de octubre para disfrutar del aire libre y los últimos rayos de sol en el Prater. La sonrisa se le acentuó estirando la comisura de sus labios. Viena producía ese efecto en ella. Tal vez muchos la considerasen solo otra fría, rígida y aburrida ciudad centroeuropea, pero Lilian sabía que poseía mayor fuerza y espíritu que muchos otros lugares. Solo había que fijarse con atención.
El viento comenzaba a ser cortante, pero el sol aún bri­llaba con ganas. Las madres paseaban en grandes carritos a sus bebés y charlaban animadas entre ellas, los niños corrían jugando a la pelota o al aro, y las parejas jóvenes se cogían de la mano y reían por nada, igual que antes, igual que siempre. Al fondo, frente a sus ojos, dominando el paisaje, la gran y vieja noria, símbolo de la ciudad, seguía dando vueltas y vueltas, girando incansable. Tenía ya más de cincuenta años sobre su estructura de hierro y cables y nada la detenía. Había sobrevivido a dos guerras y, desde su enorme altura, parecía proclamar que podría sobrevivir a otras dos más. Lilian de­seaba con toda su alma que no fuera necesario.
Acababa de llevarse el café a los labios cuando alguien a su derecha llamó su atención. La interrogación dividida entre la incredulidad y la sorpresa.
—¿Lili?
El corazón se le paró. No importaba cuántos años hubie­sen transcurrido, ni que el tiempo hubiese modificado sutil pero inequívocamente el tono y la cadencia de su voz. Lilian habría reconocido ese acento entre un millón.
—Andreas —musitó volviéndose hacia él.
Tanto tiempo, tantos años… Su ya paralizado corazón se estrujó conmocionado. Catorce, catorce años. Demasiados para que los efectos de su implacable paso no fuesen más que evidentes ante sus ojos. Las arrugas, el rictus de la frente y el ceño, los hombros más cargados, la apariencia menos firme… Y sin embargo, sin embargo, los mismos ojos azules y transparentes. Lilian reconoció de inmediato esa mirada, y el choque por tratar de encajar al Andreas real que tenía enfrente con la imagen que de él guardaba en su memoria se transformó rápidamente en inquietud. ¿Cómo la vería él? Los años debían haber sido igual de inclementes con ella. Cuando se encontraron por última vez, acababa de cumplir treinta y cinco, y ahora ya pasaba de los cuarenta y nueve. Lo tenía asumido y no le molestaba: ver las pequeñas arrugas dibujadas alrededor de sus ojos y sus labios, ni peinar el me­chón gris que desentonaba entre el resto de sus cabellos que aún conservaban su tono original, un suave castaño avellana. Pero ¿y Andreas? ¿Qué estaría pensando mientras la observa­ba con su inefable mirada azul? A pesar de sus casi cincuenta años a cuestas, Lilian volvió a sentirse como la niña insegura y ansiosa que fue una vez. Una niña a la que la mirada de Andreas siempre trastornaba.
Nerviosa se tocó el ala de su sombrero, asegurándose de que se hallaba en su sitio, y consiguió esbozar una sonrisa.
—Andreas, pensé… No creí… Me alegro de verte.
Él también sonrió. Los años y las arrugas desaparecieron de la mente de Lilian. Nada podría nunca igualar esa sonrisa.
—Yo tampoco podía creerlo. Tú, aquí, sentada en una te­rraza del Prater. ¿Cuándo has regresado?
Lilian se aclaró la voz. Temía que le fallase, pero para su sorpresa sonó bastante clara y natural.
—En julio. Una hermana de mi madre murió y me nombró en su testamento. Los abogados tardaron dos años en localizar­me y darme la noticia. Eran solo unos cuantos chelines, pero ya que se tomaron tanto trabajo me sabía mal desilusionarles —re­mató con educado y mundano desinterés.
Su madre la había criado en la antigua tradición que sos­tenía que no había que dar demasiada importancia al dinero; de cara a la galería, por supuesto, otra cosa era de puertas hacia dentro. Pero sabía que Andreas comprendía. También él había sido criado del mismo modo, y los dos habían tenido ocasión de comprobar lo terriblemente duro que era vivir en la más absoluta de las miserias. Lilian tragó saliva para re­legar esos recuerdos que hacían que fuese mucho más difícil conservar la sonrisa. La de Andreas, en cambio, no palideció.
Un poco más recuperada de su primera impresión, se per­mitió examinarle en detalle. Su traje sencillo y clásico, su sombrero, los guantes de piel, el abrigo negro, usado pero elegante y bien cortado. El alivio se mezcló con un cierto pinchazo en el pecho. Andreas había resistido al desastre. Era bueno saberlo, pero también se sentía algo estúpida: todos aquellos años sufriendo por nada.
—¿Puedo sentarme? —preguntó él cogiendo una de las sillas y haciendo un ademán inequívoco.
Lilian asintió con rapidez. Por nada del mundo habría querido que desapareciera así, sin más, de nuevo, ¿quién sabe por cuánto tiempo? Quizá para siempre. El solo pensamiento fue como un soplo frío sobre su corazón que, tras su ante­rior momentánea parálisis, ahora corría sin control. Tampoco quiso pensar en eso. Lo importante en ese momento era que estaba allí, frente a ella. Lilian miró sus ojos claros, su dulce sonrisa, su inalterable pose de chico… ¿de chico? Sí, de chi­co travieso, Andreas podía haber pasado los cincuenta y dos, pero aún conservaba aquel aire. El aire y la apostura que la conquistaron cuando no había cumplido ni los ocho. Por pequeña que fuese, Lilian siempre se recordaba enamorada de Andreas.
—Por favor, siéntate. Me alegra mucho que nos hayamos vuelto a encontrar —afirmó con total sinceridad.
—Yo también me alegro. Es bueno volver a verte —su­surró mientras se sentaba extendiendo las piernas y cruzán­dolas entre sí a la altura de los tobillos en un gesto personal y muy familiar que golpeó de nuevo implacable la memoria de Lilian—. Ha sido como ver una aparición. Estás verdade­ramente preciosa, Lili.
A su edad, que muchos considerarían más que madura, Lilian se ruborizó y se sintió estúpida. Preciosa… No era abuela, pero estaba en edad de serlo, y había engordado al menos… bien, no venía al caso precisar cuánto había en­gordado. Aún se conservaba bien y se cuidaba y se arreglaba, pero hacía mucho que no tenía dieciséis años, y con todo y con eso los cumplidos falsos de Andreas seguían haciéndola enrojecer.
Un poco enfadada, quizá solo por su pueril reacción, le replicó con cierta brusquedad.
—No digas tonterías, Andreas. Y tampoco me llames Lili, soy demasiado mayor ya para eso.
—Para mí siempre serás Lili. Lo siento. No creo que pue­da llamarte de otro modo —dijo igual de serio que ella, ¿he­rido por su respuesta? Andreas había sido siempre demasiado sensible para algunas cosas. Su enfado se aflojó y, en su lugar, Lilian se sintió cansada. ¿Después de tanto tiempo y tantas cosas iban a discutir por eso?
—Está bien —dijo apaciguadora—. Solo porque eres tú.
Andreas sonrió ante aquel pequeño triunfo. Lilian tam­bién se sintió complacida. A veces era tan fácil hacerle feliz… En eso tampoco había cambiado. 
—Y no pienso quedarme con las ganas de decir que estás preciosa. ¿Por qué habría de callármelo?
No pudo evitar sentirse un poco triste. Habría querido creerle.
—Ha pasado mucho tiempo. Ya no somos jóvenes —mu­sitó como si fuese un secreto que ambos estuviesen tratando de ocultar.
Él hizo una mueca.
—Ha pasado el tiempo, pero ¿qué tiene eso que ver? Puede que yo sea una ruina, hace ya mucho que me eché a perder —sonrió con un retazo de la vieja ironía—, pero tú has salido ganando —dijo mirándola francamente a los ojos.
Ella tuvo que sonreír. Nunca iba a cambiar.
—Andreas…
—¿Crees que miento? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para apo­derarme de la herencia de tu tía? ¿Cuánto dices que has he­redado? —dijo mientras le hacía una seña al camarero para llamar su atención.
—Una miseria —dijo ella riendo un poco y tras una pau­sa añadió en un susurro—: Quizá solo lo estés haciendo por los viejos tiempos.
Él olvidó al camarero y volvió a mirarla.
—Sería una buena razón, pero no es por eso. Te he visto aquí, sentada, sola, en medio de una terraza del Prater, y he pensado, no puede ser ella, no puede ser Lili. —El silencio se estableció entre los dos como un muro sólido y casi visible, tuvieron que pasar unos segundos para que lo rompiese—. Hasta que me he dicho, claro que es ella, estúpido, ve y dile lo preciosa que está.
Volvió a hacerla reír. El corazón iba recuperando poco a poco su ritmo normal, pero aún se sentía como si estuviese en un carrusel. Su estado de ánimo subía y bajaba por mo­mentos. ¿Había olvidado cómo era estar con Andreas? No, nunca, nunca pudo olvidarlo.
El camarero se acercó y Andreas también pidió café. Solo, sin azúcar y ardiendo. Lilian habría podido pedirlo por él. Durante un tiempo ella también lo tomó así. Durante un tiempo hacía todo lo que hacía Andreas. Seguía sus pasos. Besaba el suelo que él pisaba. Durante un tiempo.
—Y qué hay de… ¿cómo se llamaba?
Lilian levantó la vista de su taza y lo miró. Su rostro no traslucía lo que pensaba y, salvo las marcas que había dejado el tiempo, nada en él era distinto. ¿De verdad no lo recorda­ba o solo fingía no hacerlo? ¿Importaba?
—Mark. Mark Slattery.
—¡Eso es! —exclamó él como si acabase de recordarlo—. Mark Slattery… Ibais a casaros, ¿no? ¿Ha venido contigo?
Lilian dudó, pero ¿por qué callar? No tenía sentido ocul­tarlo.
—Mark murió.
¿Fue pesar lo que atravesó su rostro? Quiso pensar que sí.
—Lo siento de veras. ¿Cuándo fue?
—No quiero hablar de eso —dijo apurando el café. Se había quedado frío. No había nada peor que el café frío. Era un decir, había muchas, muchas cosas mucho peores que to­marse un café frío, pero por fortuna para Lilian, la mayoría de ellas hacía tiempo que habían quedado atrás.
—Pero aún tienes a Eliza…
—Sí, tengo a Eliza —repuso recuperando la sonrisa.
—¿Cómo le va?
—Bien, muy bien. Se casó hace tres años y vive en Hous­ton con su marido. Es cirujano. —Lilian se detuvo y evitó pronunciar las palabras con las que la frase terminó en su cabeza: Eliza ya no me necesita.
Su hija se había adaptado con rapidez a la vida en los Es­tados Unidos. Cuando se enamoró, no dudó en dejar Nueva York, aunque aún no había terminado sus estudios de enfer­mería. Lilian sabía que no tenía derecho a juzgar sus deci­siones. Además, Eliza había aprendido desde muy pequeña a valerse sola, no tenía sentido quejarse si ahora era ella quien la echaba de menos.
—Bien por Eliza —afirmó Andreas apurando su café.
Volvió a hacerse un silencio. Lilian contempló las tazas vacías. Qué rápido se acababa todo.
—Hace frío aquí sentados. ¿Te apetece dar un paseo?
¿Un paseo con Andreas por el Prater a las puertas del oto­ño? Le apetecía, claro que le apetecía. Se levantó con rapidez y se ajustó el abrigo. También se estaba quedando fría. Solo en Viena se le habría ocurrido sentarse en una terraza al aire libre en aquella estación.
—¿Vamos?
Él le ofreció su brazo, ceremonioso, con un gesto antiguo y pasado de moda. Lilian se quedó parada y sorprendida, pero acabó riendo.
—¿De qué te ríes? —protestó haciéndose el ofendido.
—De nada. Es solo algo que he recordado.
—Un buen recuerdo, espero.
—Nunca lo adivinarías —dijo a la vez que le cogía del brazo y salían al paseo.
—Entonces dímelo.
—Te reirás de mí.
—Aún mejor.
Era tonto, pero la asociación había sido instantánea. Su sonrisa, su gesto de ofrecimiento, mitad galante, mitad sar­dónico.
—La noche de mi puesta de largo. En la Ópera.
Él tardó un rato en responder, lo que le llevó identificar el instante preciso.
—¡La noche de tu puesta de largo! ¿Cómo se te ha ocu­rrido pensar en eso?
—Me ofreciste el brazo exactamente del mismo modo cuando me sacaste a bailar.
—Tu puesta de largo —dijo volviéndose a mirarla con cariño—. Parecías una tarta de merengue, Lili. 
—Gracias por el cumplido.
—De veras me gustas mucho más ahora.
—Tú no me gustas nada. Nunca me gustaste.
Él detuvo su marcha para pararse a contemplarla. Su mira­da intensa, profunda, única. La mirada de Andreas.
—Tanto tiempo y aún no has aprendido a mentir.
—Idiota —dijo empujándole ligeramente. En algo se te­nían que notar los años, antiguamente le hubiera golpeado con fuerza, con mucha fuerza.
—Ahora recuerdo aquel baile. Fue justo al final de la no­che.
—Sí, fue el último baile.
—¿Y qué más recuerdas? —dijo reanudando la marcha y estrechando su brazo cálidamente contra el suyo.
—Todo, Andreas. Lo recuerdo todo.
Él calló y continuaron cogidos del brazo, caminando por el paseo. Cada uno sumergido en sus propios recuerdos que, al fin y al cabo, eran los de los dos. 



Baile de debutantes

Viena, 1921
 
    —¿A quién tienes ahora? —preguntó Magda.
Lilian miró su carnet de baile (...)



 
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4 comentarios:

  1. Hola!!
    En esa noria se ha montado mi corazón leyendo esta historia....
    Sin duda, en mi opinión, tu mejor novela, me resisto a leer La dama del paso...
    Solo me ha faltado un epílogo, unas cuantas páginas para dejar descansar mi corazón y leer relajada con una sonrisa
    Un besote, gracias y felicidades!!!!

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    1. Muchos besos y todo mi agradecimiento para ti. No renuncio a que algún día pruebes con La Dama, de veras creo que podría gustarte, pese al recelo por lo medieval y seguro que no lo pasarías peor que con Lilian y Andreas... XD Algún día ;) Y no sé si mejor, pero sin duda también para mí es la más emocionante. Le daré vueltas a lo de ese epílogo, pero mientras te garantizo que son muy felices. Hasta el final <3 Un abrazo grande, Pepa.

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